Actualizado el 8 marzo 2022 por Vero Boned
Irlanda es una isla de leyendas, historia, música y naturaleza. En ella hay rincones que hacen honor a los mitos celtas de narraciones fantásticas que reflejan más sobre su idiosincrasia que cualquier libro de historia y que a la vez han sabido adaptarse a la modernidad e incluso abrazar la vanguardia. En la costa Atlántica de la Isla Esmeralda hay un itinerario que aúna con contundencia la cultura y tradición local con los caprichos surrealistas de la naturaleza… hablo de Galway y los acantilados de Moher. Sería un delito pasar por Irlanda sin conocer estos dos enclaves mágicos que te dejarán sin palabras.
Galway
Cuando supe que estaría unos días en Dublín no lo dudé. Galway, que se dice “la ciudad más latina” de Irlanda y los singulares acantilados de Moher tenían que entrar en mi agenda sí o sí.
Me encomendé a la gente de la agencia «Irlanda en Español» para conseguir mi objetivo: disfrutar de las comisuras del Atlántico en un tour de un día. La cita fue a las 7.30 de la mañana en la calle O’Connell y con la costura de la almohada aún en la cara subí al un minibús y pusimos rumbo a Galway.
Es un largo camino, de a ratos curvilíneo, pero que se hace llevadero por los paisajes verdes que acompañan el trayecto.
Prados de camino a los Acantilados de Moher en Irlanda
GALWAY
Irlanda hace muecas de granito,
se enfrenta con la empalizada de todos sus basaltos,
al espacio atlántico.
Permanece ante el cielo nulo
como la idea ante la página en blanco.
Dando la cara a un viento que no viene de ninguna parte,
afrontando un vacío más nacarado que el de las caracolas,
si la isla permite al sol terminar a solas su curso,
es porque ya no hay esperanza al otro lado del mar occidental.
Fuera de Europa no hay más que espejismos, vapores,
muerte, nubes, humores.
Fuera de Europa, nada se decide, nada se condensa.
Sumisa en la interrogación del agua,
la Irlanda de los ojos de ostra llora
todas las lágrimas de su cuerpo de ahogada;
exportadora de lamentaciones,
llora su vida de náyade proscrita y de gran derrotada profesional.
Ella no es sino un agujero en una túnica de ángel,
Un desgarrón en un vestido de hada mendicante.
En vano dispara a la neblina del oeste guiños de faros,
ondas en círculo,
gotitas de aviones, comas de gaviotas,
gritos miserables,
preguntas húmedas o mensajes mojados.
Y nada responde sino el agua que salpica y que lustra.
Irlanda como su pan color de turba
su centeno color piel de cura,
su pan de poesía, de tumba.
Recula ante un infierno frío,
de verdes condenados, como el buceador, recubierto de burbujas,
un infierno de llamas verdes.
Irlanda lava el umbral desgastado de Europa
hablando a solas, como las locas.
(Paul Morand. Editorial Renacimiento.
Traducción de Marie-Christine del Castillo)
Galway, dinámica, artística, bohemia y joven, se asienta en la costa oeste de la isla y su trazado urbano está calado por el río Corrib.
Es una ciudad moderna pero, como los surcos en la piel de quien ha vivido mucho, es inevitable intuir sus casi ocho siglos de historia en sus monumentos, sus edificaciones o lo “guiños” a las múltiples leyendas milenarias que se encuentran al pasear por las calles más céntricas.
A pesar de ser la tercera población más importante de Irlanda, apenas alcanza los 80.000 habitantes y una gran mayoría de ellos son estudiantes atraídos por sus dos principales universidades: National University of Ireland y la GMIT.
Galway es para disfrutarla de día y con los sentidos despiertos y así admirar a sus artistas callejeros en el barrio latino, contemplar su arte urbano, visitar su iglesia colegiata de San Nicolás donde se dice que el mismísimo Cristobal Colón acudió varias veces a rezar antes de partir hacia el «Nuevo Continente» o su Catedral de San Nicolás realizada en piedra.
Catedral de San Nicolás
Galway es para caminarla despacito, entender que el mar siempre fue protagonista de estas latitudes, y reconfirmar al cruzar “los arcos españoles”, parte de la antigua muralla de la ciudad y que servía para proteger ls muelles, la excelente relación comercial que tenía con España en los siglos XV y XVI.
Los pasos quizá te lleven a cruzar al otro lado del río Corrib donde antiguamente estaba The Claddagh, un asentamiento de pescadores fuera de los confines de las murallas de la ciudad y donde nace la leyenda del famoso “anillo de claddagh”, que a día de hoy se sigue utilizando como símbolo de amistad o amor eterno.
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Arco Español
Cuando cae la noche y tras degustar el patrimonio artístico y cultural, este rincón en el litoral Atlántico se convierte en una fiesta donde los pubs se colman de gente, la cerveza fluye y la música tradicional llena el ambiente. Sin lugar a dudas es una ciudad para quedarse un par de días.
Fachadas de las tiendas de Galway con la joyería del anillo de Claddagh
Ojalá me hubiera podido quedar más tiempo, pero tenía otra cita en mi agenda para ese día: un encuentro cara a cara con los acantilados de Moher (cliffs of Moher).
Joyería y estatuas en las calles de Galway
Tras más de una hora de caminos zigzagueantes por praderas verdes con ovejas y vacas y tras dejar atrás varios pintorescos pueblos el bus se detuvo 75 kilómetros después frente al centro de interpretación de los Acantilados de Moher.
Dos instrucciones nos dio el guía antes de darnos rienda suelta para gozar de este espectáculo natural a nuestro aire: teníamos solo 3 horas y ¡no deberíamos caernos por los acantilados! así que los arriesgados selfies al borde del precipicio quedaban fuera de la ecuación.
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Acantilados de Moher
Es muy difícil poner en palabras las emociones que afloran cuando una está cara a cara con una obra maestra que la naturaleza supo esculpir con paciencia 300 millones de años atrás. Poemas, fotografías o incluso su aparición en películas (como Harry Potter o Princess Bride) no hace ni un ápice de justicia a las solemnes paredes verticales que frenan el ímpetu atlántico.
Vistas de los Acantilados de Moher, Irlanda
Cuando llegas al centro de interpretación, tienes dos opciones: caminar hacia la derecha o hacia la izquierda. Cualquiera de los dos caminos te permitirá observar este paisaje formidable que estuvo nominado para convertirse en una de las “Nuevas 7 Maravillas de la Naturaleza”.
Quizá desde donde estés parada no llegues a contemplar su grandeza, pero esta pared negra se alarga por casi 8 kilómetros y uno se sus puntos más altos alcanza los 214 metros.
Cartel con los senderos para ver los Acantilados de Moher
Mi primer impulso fue caminar hacia la derecha, una escalera junto al borde del acantilado te lleva directamente a la Torre O’Brien, una estructura circular realizada en piedra en 1835, que es el punto más alto desde donde contemplar los acantilados.
De un lado del atalaya las paredes de roca desplomándose en el Atlántico, del otro una infinita pradera verde con ovejas y en el medio tú, con tu corazón latiendo fuerte y nada tiene que ver el vértigo. Es el reconocimiento y la respuesta de tu cuerpo y de tu mente frente algo soberbio y sublime.
Torre O’Brien en Acantilado de Moher
A partir de la Torre O’Brien, el camino ya no está “construído” ni protegido del abismo por lo que te avisan con un gran cartel que si continúas es bajo tu propia responsabilidad y advierten que el terreno no es nada seguro.
Yo lo continué por varios cientos de metros más, con extrema precaución y observando cada paso. Busqué una zona de césped que me otorgara buena visión de esos paredones rocosos y del mar, pero a una distancia más que prudente del borde del abismo.
Estuve allí casi una hora, hipnotizada por ese paraje conmovedor y grandilocuente que te recuerda lo pequeñita que soy y lo efímero que es nuestro paso por este planeta. Mientras sentía la magia y observaba la postal, por detrás de mi –y por delante- decenas de personas iban y venían buscando el mejor punto para observar mejor esta creación de la Pacha Mamma.
Torre O’Brien
“Quizá desde el otro lado se vea más y mejor”, pensé. Así que volví sobre mis pasos, llegué al punto de partida y me fui a inspeccionar otras perspectivas por lo que continué el sendero para el otro lado.
La misma grandeza que inquieta y apasiona por partes iguales: Atlántico, paredes de roca y pradera. Apuré el reloj lo máximo posible e incluso volví la mirada varias veces antes de volver al parking del centro de interpretación para emprender el retorno a Dublín.
“Una vez más”, pensé y corrí hasta el paredón para un último vistazo. Parece que nunca es suficiente y buscas absorver un poco más, retener en la retina esos perfiles imposibles porque te deslumbra y te aturde su magnificencia… es una sensación narcótica y necesitas más dosis de ella, porque te hace feliz.
⭐️ He escrito un artículo con información útil sobre cómo visitar los acantilados de Moher: cómo llegar, precios, horarios, etc.
Acantilados de Moher
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Paredes verticales del Acantilado de Moher, Irlanda
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2 comentarios
Hermoso relato y muy buenas fotos. Gracias Vero!!!
Muchas gracias, Carmina!!